
INSTITUCIÓN EDUCATIVA
POLICARPA SALAVARRIETA
MIRAVALLE,
DAPA - YUMBO
GUÍA
No 3.
LENGUA CASTELLANA
GRADO OCTAVO
FECHA DEL 3 DE JULIO AL 28 DE AGOSTO
NOMBRE DEL ESTUDIANTE: ________________________________
OBJETIVO DE APRENDIZAJE: EL
ROMANTICISMO LATINOAMERICANO
INTRODUCCIÓN:
El
Romanticismo como género literario en Latinoamérica tiene unas características
diferentes al Romanticismo Europeo; el amor a la patria, a la libertad, a la
lealtad y la amistad, se dan con el espíritu de independencia, que surgió hacia
la mitad del siglo XIX, precisamente de España, Portugal, Estados Unidos, que
tenían sometidos a los pueblos de sur américa. Es el amor a la tierra la que
despierta a los escritores a crear sus novelas.
Desde este amor y esta pasión se desencadenan los amores entre amigos y
también los del hombre y la mujer.
¿QUÉ VOY A APRENDER?
En la presente guía estudiarás el Romanticismo como
expresión literaria en América Latina, sus características y un fragmento de la
novela Amalia de José Mármol como representante de este movimiento, además analizarás
la canción: Latinoamérica de Calle 13.
Reconoceremos el Lenguaje Figurado, como una herramienta que utilizan los
escritores y compositores para recrear imágenes en los lectores, describir la
realidad de forma especial. La Metáfora,
que consiste en un comparación disimulada, sin utilizar las palabras
comparativas: como, parecido a, con personas, objetos, lugares, entre otros,
con otros objetos, lugares, fenómenos naturales;
Ejemplo: - Soy una fábrica de humo.
LO QUE ESTOY APRENDIENDO
Actividad 1. Te invito a
leer la letra de la canción Latinoamérica.
1.
¿Qué
transmiten las canciones?
2.
Busca el
video de la canción Latinoamérica en
YouTube, escúchala y cántala.
3.
¿Por qué
crees que se creó esta canción?
4.
Escoge la
parte de la canción que más te gusta y explica por qué te agrada.
5.
Si hay alguna
palabra que no conoces, busca el significado en el diccionario.
6.
Escribe tres
comparaciones que se hacen en la canción que representan lo que es
Latinoamérica.
7.
Te sientes
orgulloso de ser latinoamericano, ¿por qué?
8.
Escribe el
nombre de los países que componen a latinoamerica.
Intérpretes: Totó La Momposina, Susana Baca &
María Rita- de Calle 13
Soy... soy lo que dejaron
Soy toda la sobra de lo que se robaron
Un pueblo escondido en la cima
Mi piel es de cuero, por eso aguanta cualquier clima
Soy una fábrica de humo
Mano de obra campesina para tu consumo
frente de frío en el medio del verano
El amor en los tiempos del cólera, mi hermano!
Soy el sol que nace y el día que muere
Con los mejores atardeceres
Soy el desarrollo en carne viva
Un discurso político sin
saliva
Las caras más bonitas que he
conocido
Soy la fotografía de un
desaparecido
La sangre dentro de tus venas
Soy un pedazo de tierra que
vale la pena
Una canasta
con frijoles, soy Maradona contra Inglaterra
Anotándote dos goles
Soy lo que sostiene mi bandera
La espina dorsal del planeta, es mi cordillera
Soy lo que me enseñó mi padre
El que no quiere a su patria, no quiere a su madre
Soy américa Latina, un pueblo sin piernas, pero que
camina
Oye!
Coro
Tú no puedes comprar el viento
Tú no puedes comprar el sol
Tú no puedes comprar la lluvia
Tú no puedes comprar el calor
Tú no puedes comprar las nubes
Tú no puedes comprar los colores
Tú no puedes comprar mi alegría
Tú no puedes comprar mis dolores
Tú no puedes comprar el viento
Tú no puedes comprar el sol
Tú no puedes comprar la lluvia
Tú no puedes comprar el calor
Tú no puedes comprar las nubes
Tú no puedes comprar los colores
Tú no puedes comprar mi alegría
Tú no puedes comprar mis dolores
Tengo los lagos, tengo los ríos
Tengo mis dientes pa' cuando me sonrío
La nieve que maquilla mis montañas
Tengo el sol que me saca y la lluvia que me baña
Un desierto embriagado con peyote
Un trago de pulque para cantar con los coyotes
Todo lo que necesito, tengo a mis pulmones
respirando azul clarito
la altura que sofoca,
Soy las muelas de mi boca, mascando coca
El otoño con sus hojas desmayadas
Los versos escritos bajo la noche estrellada
Una viña repleta de uvas
Un cañaveral bajo el sol en Cuba
Soy el mar Caribe que vigila las casitas
Haciendo rituales de agua bendita
El viento que peina mis cabellos
Soy, todos los santos que cuelgan de mi cuello
El jugo de mi lucha no es artificial
Porque el abono de mi tierra es natural
Tú no puedes comprar el viento
Tú no puedes comprar el sol
Tú no puedes comprar la lluvia
Tú no puedes comprar el calor
Tú no puedes comprar las nubes
Tú no puedes comprar los colores
Tú no puedes comprar mi alegría
Tú no puedes comprar mis dolores
No puedes comprar el sol...
No puedes comprar la lluvia
Vamos caminando, vamos dibujando (2)
Trabajo bruto, pero con orgullo
Aquí se comparte, lo mío es tuyo
Este pueblo no se ahoga con marullo
Y se derrumba yo lo reconstruyo
tampoco
pestañeo cuando te miro
para que te recuerde de mi apellido
La operación Cóndor invadiendo mi nido
Perdono pero nunca olvido
Oye!
Vamos caminando
Aquí se respira lucha
Vamos caminando
Yo canto porque se escucha
Vamos caminando
Aquí estamos de pie
Que viva la américa!
No puedes comprar mi vida.
EL
ROMANTICISMO
El ser humano se rige además de la inteligencia, por
los sentimientos, todo aquello que es cercano nos provoca amor, ternura,
alegría; sin embargo también sentimos: orgullo, rabia, odio, pasión.
El romanticismo como corriente literaria, tiene su
inicio en América Latina desde los principios del siglo XIX, pero alcanza su
pleno desarrollo entre 1840 y 1890. Dicha corriente encuentra un terreno fértil
a causa de los sucesos políticos de la época en el deseo de libertad,
principalmente se trata de una nueva forma de independencia que, al valorar la
cultura propia, prestó atención a las culturas indígenas y al paisaje nacional,
llegando a usar, en los textos, términos o expresiones locales. El amor a la
patria, tras las luchas por la Independencia, los países buscan un modo de
autodefinirse; hay un período de dictaduras
en Argentina y Paraguay, intervenciones norteamericanas, conflictos
“intercontinentales” y esfuerzos de independencia por parte de los países aún
no independientes en Cuba. Las fronteras entre los países recién nacidos aparecen
nebulosas y la búsqueda de una identidad propia resulta indispensable.
Actividad 2. Lean con mucha atención la biografía de
José Mármol
Representante del Romanticismo
José Mármol
(Buenos
Aires, 2 de diciembre de 1817 ,
agosto de 1871) fue un poeta, narrador, periodista y
político argentino perteneciente
al romanticismo cuyo
nombre completo era José Mármol Zavalera. Sus padres fueron Juan Antonio
Mármol, de Buenos Aires, y María Josefa Zavalera, de Montevideo.
Estudió derecho en la Universidad de
Buenos Aires,
pero no terminó sus estudios y se entregó a la política. En 1839 fue detenido seis días, por el gobierno de Juan Manuel de Rosas. Temiendo por su vida,
poco después partió a Brasil como secretario del ministro Tomás Guido.
Una infidencia por
documentos que envió al ministro inglés en Río de Janeiro, causó la separación
de su cargo de secretario. Se instaló en Montevideo, donde se reencontró con varios
miembros de la Asociación de Mayo, como Juan Bautista
Alberdi, Florencio Varela, Esteban Echeverría, Juan María Gutiérrez y Miguel Cané. Dado que todos estos
habían sido perseguidos por el gobierno de Juan Manuel de Rosas, decidió dar a conocer sus
sufrimientos —reales o supuestos— durante los días que había estado en la
comandancia de policía, publicando un poema dedicado a Rosas, que incluía la
dramática frase que habría escrito con carbón en las paredes de su celda: Como hombre
te perdono
mi cárcel y cadenas...
mi cárcel y cadenas...
Escribió en periódicos como
"El Nacional", y "El Comercio
del Plata".
Publicó dos dramas de inspiración
política y escribió una multitud de poemas y novelas panfletarias contra Rosas.
A partir de 1844 inició la publicación en
formato de folletos de Amalia, una novela de costumbres y
autobiográfica que por entonces no alcanzó a terminar.
En 1845 se embarcó hacia Chile, pero una tempestad desvió tanto
el buque que lo llevaba que terminó en Río de Janeiro. No logró ser nuevamente
aceptado por Guido, por lo que hizo un viaje a Colombia, donde residió algún tiempo
en Medellín.
De regreso en Montevideo publicó
sucesivamente tres periódicos, siendo el más importante La Semana,
y colaboró en muchos otros. Se destacó por la vehemencia y pasión con la que
atacaba a Rosas. En 1847 publicó en Montevideo seis cantos (aunque
debió haber tenido doce) del poema Cantos del peregrino,
autobiográfico y compuesto al compás de sus andanzas, aunque inspirado
por Childe Harold, de Lord Byron.
En 1847 publicó un drama, El poeta, que
fue seguido por otro único drama, El cruzado, del año 1851. Ese mismo año publicó su
agrupación de poemas líricos, titulada Armonías. Destacan en él su
sensibilidad descriptiva y sus pasajes amorosos. Contiene también imprecaciones políticas,
nunca ausentes en la obra de Mármol, cualquiera sea su género, pero el conjunto
resulta algo irregular. En Mármol se vislumbran influjos de —aparte del ya
citado Byron— Chateaubriand, José de Espronceda y José Zorrilla.
En 1852, tras la caída de Rosas, regresó a Buenos Aires,
donde el presidente interino Justo José de Urquiza lo nombró ministro
plenipotenciario en Chile. La separación del Estado de Buenos Aires de la Confederación Argentina frustró ese segundo
proyecto de viajar a Chile.
Terminó de publicar en Buenos
Aires su novela Amalia, que editó también en forma de libro
en 1855, y que es considerada la primera
novela conocida en la Argentina.
Fue senador provincial, y más
tarde diputado a la Convención Constituyente del año 1860. En 1865 fue enviado al Brasil por
el presidente Bartolomé Mitre, donde ajustó la Triple
Alianza y las primeras operaciones de la Guerra del Paraguay.
Desde 1868 dirigió la Biblioteca Nacional, hasta que enfermó de un grave mal en la vista y
se retiró de toda actividad.
Falleció en Buenos Aires en
agosto de 1871, en plena epidemia de fiebre amarilla. Sus restos yacen en el Cementerio
de la Recoleta.
En su novela, Amalia el escritor, José Mármol
exalta el amor a la patria y también a la mujer, se presentan los lasos de
amistad y lealtad como valores absolutos de la relación entre los
protagonistas.
Actividad 3. Lee el capítulo II, de la novela Amalia de José Mármol,
disfruta la narración de los hechos, reconoce los personajes, los lugares, la
relación entre los personajes, los motivos de sus luchas.
Amalia. Capítulo II.
La primera curación
Cuando Daniel colocó a Eduardo sobre el sofá, Amalia, pues ya distinguiremos por su nombre a la joven prima de Daniel, pasó corriendo a un pequeño gabinete contiguo a la sala, separado por un tabique de cristales, y tomó de una mesa de mármol negro una pequeña lámpara de alabastro, a cuya luz la joven leía las Meditaciones de Mr. Lamartine cuando Daniel llamó a los vidrios de la ventana, y volviendo a la sala, puso la lámpara sobre una mesa redonda de caoba, cubierta de libros y de vasos de flores.
Cuando Daniel colocó a Eduardo sobre el sofá, Amalia, pues ya distinguiremos por su nombre a la joven prima de Daniel, pasó corriendo a un pequeño gabinete contiguo a la sala, separado por un tabique de cristales, y tomó de una mesa de mármol negro una pequeña lámpara de alabastro, a cuya luz la joven leía las Meditaciones de Mr. Lamartine cuando Daniel llamó a los vidrios de la ventana, y volviendo a la sala, puso la lámpara sobre una mesa redonda de caoba, cubierta de libros y de vasos de flores.
En aquel momento
Amalia estaba excesivamente pálida, efecto de las impresiones inesperadas que
estaba recibiendo, y los rizos de su cabello castaño claro, echados atrás de la
oreja pocos momentos antes, no estorbaron a Eduardo descubrir, en una mujer de
veinte años, una fisonomía encantadora, una frente majestuosa y bella, unos
ojos pardos llenos de expresión y sentimiento, y una figura hermosa, cuyo traje
negro parecería escogido para hacer resaltar la reluciente blancura del seno y
de los hombros, si su tela no revelase que era un vestido de duelo.
Daniel se aproximó
a la mesa en el acto en que Amalia colocaba la lámpara, y tomando las pequeñas
manos de azucena de su hermosa prima la dijo:
-Amalia, en las
pocas veces que nos vemos, te he hablado siempre de un joven con quien me liga
la más íntima y fraternal amistad; ese joven, Eduardo, es el que acabas de
recibir en tu casa, el que está ahí gravemente herido. Pero sus heridas son
oficiales, son la obra de Rosas, y es necesario curarlo, ocultarlo, y salvarlo.
-¿Pero qué puedo
hacer yo, Daniel? -le pregunta Amalia toda conmovida y volviendo sus ojos hacia
el sofá donde estaba acostado Eduardo, cuya palidez parecía la de un cadáver,
contrastada por sus ojos negros y relucientes como el azabache, y por su barba
y cabellos del mismo color.
-Lo que tienes que
hacer, mi Amalia, es una sola cosa; ¿dudas que yo te haya querido siempre como
un hermano?
-¡Oh, no, Daniel;
jamás lo he dudado!
-Bien -dice el
joven poniendo sus labios sobre la frente de su prima-, entonces lo que tienes
que hacer, es obedecerme en todo por esta noche; mañana vuelves a quedar dueña
de tu casa, y de mí, como siempre.
-Dispón; ordena lo
que quieres; yo no podría tampoco concebir una idea en este momento -dijo
Amalia, cuya tez iba volviendo a su rosado natural.
-Lo primero que
dispongo es que traigas tú misma, sin despertar a ningún criado todavía, un
vaso de vino azucarado.
Amalia no esperó
oír concluir la última sílaba y corrió a las piezas interiores.
Daniel se acercó
luego a Eduardo, en quien el momentáneo descanso que había gozado empezaba a
dar expansimiento a sus pulmones, oprimidos hasta entonces por el dolor y el
cansancio, y le dijo:
-Esta es mi prima,
la linda viuda, la poética tucumana de que te he hablado tantas veces, y que
después de su regreso de Tucumán hace cuatro meses que vive solitaria en esta
quinta. Creo que si la hospitalidad no agrada a tus deseos, no les sucederá lo
mismo a tus ojos.
Eduardo se sonrió,
pero al instante volviendo su semblante a su gravedad habitual, -exclamó:
-¡Pero es un
proceder cruel; voy a comprometer la posición de esta criatura!
-¿Su posición?
-Sí, su posición.
La policía de Rosas tiene tantos agentes cuantos hombres ha enfermado el miedo.
Hombres, mujeres, amos y criados, todos buscan su seguridad en las delaciones.
¡Mañana sabrá Rosas dónde estoy, y el destino de esta joven se confundirá con
el mío!
-Eso lo veremos
-dijo Daniel arreglando los cabellos desordenados de Eduardo-. Yo estoy en mi
elemento cuando me hallo entre las dificultades. Y, si en vez de escribírmelo,
me hubieses esta tarde hablado de tu fuga, ciento contra uno a que no tendrías
en tu cuerpo un solo arañazo.
-Pero, tú ¿cómo has
sabido el lugar de mi embarque?
-Eso es para
despacio -contestó Daniel sonriéndose.
Amalia entró en ese
momento trayendo sobre un plato de porcelana una copa de cristal con vino de
Burdeos azucarado.
-¡Oh, mi linda
prima -dijo Daniel-, los dioses habrían despedido a Hebe, y dádote preferencia
para servirles su vino, si te hubiesen visto como te veo yo en este momento!
Toma, Eduardo; un poco de vino te reanimará mientras viene un médico.
Y en tanto que
suspendía la cabeza de su amigo y le daba a beber el vino azucarado, Amalia
tuvo tiempo de contemplar por primera vez a Eduardo, cuya palidez y expresión
dolorida del semblante le daba un no sé qué de más impresionable, varonil y
noble; y al mismo tiempo para poder fijarse en que, tanto Eduardo como Daniel,
ofrecían dos figuras como no había imaginádose jamás: eran dos hombres
completamente cubiertos de barro y sangre.
-Ahora -dice
Daniel, tomando el plato de las manos de Amalia-, ¿el viejo Pedro está en casa?
-Sí.
-Entonces ve a su
cuarto, despiértalo y dile que venga.
Amalia iba a abrir
la puerta de la sala para salir, cuando le dice Daniel:
-Un momento,
Amalia, hagamos muchas cosas a la vez para ganar tiempo, ¿dónde hay papel y
tintero?
-En aquel gabinete
-responde Amalia señalando el que estaba contiguo a la sala.
-Entonces, anda a
despertar a Pedro.
Y Daniel pasó al
gabinete, tomó una luz de una rinconera, pasó a otra habitación, que era la
alcoba de su prima, de ésta a un pequeño y lindísimo retrete, y allí invadió el
tocador, manchando las porcelanas y cristales con la sangre y el lodo de sus
manos.
-¡Oh! -exclamó
mirándose en el espejo del tocador mientras se lavaba las manos-; si Florencia
me viese así, bien creería me acababa de escapar de los infiernos, y con
aquellas carreras que ella sabe dar cuando la quiero robar un beso y está
enojada se me escaparía hasta la Pampa. ¡Bueno! -continuó, secándose sus manos
en un riquísimo tejido del Tucumán-, ¡allí está la botella del vino que ha tomado
Eduardo; y también beberé, porque el diablo se lleve a Rosas, porque Eduardo
sane pronto, y porque mi Florencia haga mañana lo que habré de decirla!
Y diciendo esto, se
echó a la garganta media docena de tragos de vino en una magnífica copa que
estaba sobre el tocador de Amalia, y cuyas flores arrojó dentro de la
palangana.
Volvió
inmediatamente al gabinete, sentóse delante de una pequeña escribanía, y
tomando su semblante una gravedad que parecía ajena del carácter del joven,
escribió dos cartas, las cerró, púsolas el sobre, y entró a la sala donde
Eduardo estaba cambiando algunas palabras con Amalia sobre el estado en que se
sentía. Al mismo tiempo, la puerta de la sala abrióse y un hombre como de
sesenta años de edad, alto, vigoroso todavía, con el cabello completamente
encanecido, con barba y bigotes en el mismo estado, vestido con chaqueta y
calzón de paño azul, entró con el sombrero en la mano y con un aire respetuoso,
que cambió en el de sorpresa al ver a Daniel de pie en medio de la sala, y sobre
el sofá un hombre tendido y manchado de sangre.
-Yo creo, Pedro,
que no es a usted a quien puede asustarle la sangre. En todo lo que usted ve no
hay más que un amigo mío a quien unos bandidos acaban de herir gravemente.
Aproxímese usted. ¿Cuánto tiempo sirvió usted con mi tío el coronel Sáenz,
padre de Amalia?
-Catorce años,
señor; desde la batalla de Salta hasta la de Junín, en que el coronel cayó
muerto en mis brazos.
-¿A cuál de los
generales que lo han mandado ha tenido usted más cariño y más respeto: a
Belgrano, a San Martín o a Bolívar?
-Al general
Belgrano, señor -contestó el viejo soldado sin hesitar.
-Bien, Pedro, aquí
tiene usted en Amalia y en mí, una hija y un sobrino de su coronel, y allí
tiene usted un sobrino del general Belgrano, que necesita de sus servicios en
este momento.
-Señor, yo no puedo
ofrecer más que mi vida, y esa está siempre a la disposición de los que tengan
la sangre de mi general y de mi coronel.
-Lo creo, Pedro,
pero aquí necesitamos, no sólo valor, sino prudencia, y sobre todo secreto.
-Está bien, señor.
-Nada más, Pedro.
Yo sé que tiene usted un corazón honrado, que es valiente, y, sobre todo, que
es patriota.
-Sí, señor;
patriota viejo -dijo el soldado, alzando la cabeza con cierto aire de orgullo.
-Bien; vaya usted
-continuó Daniel-, y sin despertar a ningún criado ensille usted uno de los
caballos del coche, sáquelo hasta la puerta con el menor ruido posible, ármese,
y venga.
El veterano
llevó su mano a la sien derecha, como si estuviese delante de su general, y
dando media vuelta marchó a ejecutar las órdenes recibidas.
Cinco minutos
después, las herraduras del caballo se sintieron, luego se oyó girar sobre sus goznes el portón de la quinta, y en
seguida apareció en la sala cubierto con su poncho el viejo soldado de quince
años de combates.
-¿Sabe usted,
Pedro, la casa del doctor Alcorta?
¿Tras de San Juan?
-Allí.
-Sí, señor.
-Pues irá usted a
ella; llamará hasta que le abran, y entregará esta carta diciendo que, mientras
se prepara el doctor, usted va a una diligencia, y volverá a buscarlo. En
seguida pasará usted a mi casa, llamará despacio a la puerta, y a mi criado,
que ha de estar esperándome, y que abrirá al momento, le dará usted esta otra
carta.
-Bien, señor.
-Todo esto lo hará
usted a escape.
-Bien, señor.
-Otra cosa más. Le
he dado a usted una carta para el doctor Alcorta; mil incidentes pueden
sobrevenirle en el camino, y es necesario que se haga usted matar antes que
dejarse arrancar esa carta.
-Bien, señor.
-Nada más, ahora.
Son las doce y tres cuartos de la noche -dijo Daniel mirando un reloj que
estaba colocado sobre el marco de una chimenea-, a la una y media usted puede
estar de vuelta con el doctor Alcorta.
El soldado hizo la
misma venia que anteriormente, y salió. Algunos segundos después sintieron
desde la sala la impetuosa carrera de un caballo que conmovía con sus cascos la
solitaria calle Larga.
Daniel hizo señal a
su prima de pasar al gabinete inmediato y, después de recomendar a Eduardo que
hiciese el menor movimiento posible en tanto que llegaba el médico, le dijo:
-Ya sabes cuál ha
sido mi elección; ¿a quién otro podría llamar, tampoco, que nos inspirase más
confianza?
-¡Pero, Dios mío,
comprometer al doctor Alcorta! -exclamó Eduardo-. Esta noche, Daniel, te has
empeñado en confundir con mi mala suerte el destino de la belleza y del
talento. Mi vida vale muy poco en el mundo para que se expongan por ella una
mujer como tu prima, y un hombre como nuestro maestro.
¡Estás sublime esta
noche, mi querido Eduardo! Tu sangre se ha escurrido por las heridas, pero tu
gravedad y tus desconfianzas se quedaron dueñas de casa. Alcorta no se
comprometerá más que mi prima; y aunque no fuera así, hoy estamos todos en un
duelo, en que los buenos nos debemos a los buenos, y los pícaros se deben a los
pícaros. La sociedad de nuestro país ha empezado a dividirse en asesinos y
víctimas, y es necesario que los que no queramos ser asesinos, si no podemos
castigarlos, nos conformemos con ser víctimas.
-Pero Alcorta no se
ha comprometido, y sin embargo, con hacerlo venir aquí puedes comprometerlo
gravemente.
-Eduardo, tu cabeza
no está buena. Oye: tú, yo, cada joven de nuestros amigos, cada hombre de la
generación a que pertenecemos, y que ha sido educado en la universidad de
Buenos Aires, es un compromiso vivo, palpitante, elocuente del doctor Alcorta.
Somos sus ideas en acción; somos la reproducción multiplicada de su virtud
patricia, de su conciencia humanitaria, de su pensamiento filosófico. Desde la
cátedra, él ha encendido en nuestro corazón el entusiasmo por todo lo que es
grande: por el bien, por la libertad, por la justicia. Nuestros amigos que
están hoy con Lavalle, que han arrojado el guante blanco para tomar la espada,
son el doctor Alcorta. Frías es el doctor Alcorta en el ejército; Alberdi,
Gutiérrez, Irigoyen son el doctor Alcorta en la prensa de Montevideo. Tú mismo,
ahí bañado en tu sangre, que acabas de exponer tu vida por huir de la patria
antes que soportar en ella la tiranía que la oprime, no eres otra cosa,
Eduardo, que la personificación de las ideas de nuestro catedrático de
filosofía, y... pero, ¡bah!, ¡qué tonterías estoy hablando! -exclamó Daniel al
ver dos gruesas lágrimas que corrían sobre el rostro cadavérico de Eduardo-.
¡Vaya! ¡Vaya! No hablemos más de esto. Déjame hacer las cosas a mí solo, que si
nos lleva el diablo nos llevará a todos juntos; y a fe, mi querido Eduardo, que
no hemos de estar peor en el infierno que en Buenos Aires. Descansa un momento,
mientras hablo con Amalia algunas palabras.
Y diciendo esto, se
dirigió al gabinete, pestañeando rápidamente para enjugar con los párpados una
lágrima que, al ver las de su amigo, había brotado de la exquisita sensibilidad
de este joven, que más tarde haremos conocer mejor a nuestros lectores.
-Daniel -le dice
Amalia al entrar al gabinete, parada y apoyando su mano de alabastro sobre la
mesa de mármol negro-, yo no sé qué hacer, tú y tu amigo estáis cubiertos de
sangre, necesitáis mudaros, y yo no tengo más trajes que los míos.
Que nos sentarían
perfectamente, si nos dieses también un poco de la belleza que te sobra, mi
hermosa prima. No te aflijas; dentro de un rato tendremos vestidos, tendremos
todo. Por ahora, ven acá.
Y llevando a su
prima a un pequeño sofá de damasco punzó, la sentó a su lado y continuó:
-Dime, Amalia,
¿cuáles son los criados en que tienes una perfecta confianza?
-Pedro, Teresa, una
criada que he traído de Tucumán, y la pequeña Luisa.
-¿Cuáles son los
demás?
-El cochero, el
cocinero, y dos negros viejos que cuidan de la quinta.
-¿El cochero y el
cocinero son hombres blancos?
-Sí.
-Entonces, a los
blancos por blancos, y a los negros por negros, es necesario que los despidas
mañana en cuanto se levanten.
¿Pero crees tú?...
-Si no lo creo,
dudo. Oye, Amalia: tus criados deben quererte mucho, porque eres buena, rica y
generosa. Pero en el estado en que se encuentra nuestro pueblo, de una orden,
de un grito, de un momento de mal humor se hace de un criado un enemigo
poderoso y mortal. Se les ha abierto la puerta a las delaciones, y bajo la sola autoridad de un miserable, la fortuna y
la vida de una familia reciben el anatema
de la Mashorca. Venecia, en tiempo del consejo de los Diez, se hubiese
condolido de la situación actual de nuestro país. Sólo hay en la clase baja una
excepción, y son los mulatos; los negros están ensoberbecidos, los blancos
prostituidos, pero los mulatos, por esa propensión que hay en cada raza
mezclada a elevarse y dignificarse, son casi todos enemigos de Rosas, porque
saben que los unitarios son la gente ilustrada y culta, a que siempre toman
ellos por modelo.
-Bien, los
despediré mañana.
-La seguridad de
Eduardo, la mía, la tuya propia, lo exigen así. Tú no puedes arrepentirte de la
hospitalidad que has dado a un desgraciado, y...
¡Oh, no, Daniel, no
me hables de eso! ¡Mi casa, mi fortuna, todo está a la disposición tuya y de tu
amigo!
-No Puedes
arrepentirte, decía, y debes, sin embargo, poner todos los medios para que tu
virtud, tu abnegación, no dé armas contra ti a nuestros opresores. Del
sacrificio que haces en despedir tus criados, te resarcirás pronto. Además,
Eduardo no permanecerá en tu casa, sino los días indispensables que determine
el médico; dos, tres a lo más.
-¡Tan pronto! ¡Oh,
no es posible! Sus heridas son quizá graves, y sería asesinarlo el levantarlo
de su cama. Yo soy libre; vivo completamente aislada, porque mi carácter me lo
aconseja así; recibo rara vez las visitas de mis pocas amigas, y en las
habitaciones de la izquierda podremos disponer un cómodo aposento para Eduardo,
y completamente separado de las mías.
¡Gracias, gracias,
mi Amalia! Bien sé que tienes en tus venas la sangre generosa de mi madre. Pero
quizá no convenga que Eduardo permanezca aquí. Eso dependerá de muchas cosas que
yo sabré mañana. Ahora, es necesario que vayamos a preparar la cama en que se
habrá de acostar después de su primera curación.
-Sí.., por acá; ven
-y tomando una luz pasó con Daniel a su alcoba, y de ésta a su tocador.
Pero antes de
seguir nosotros el paso y el pensamiento de Amalia, echemos una mirada sobre
estas dos últimas habitaciones.
Toda la alcoba
estaba tapizada con papel aterciopelado de fondo blanco, matizado con estambres
dorados, que representaban caprichos de luz entre nubes ligeramente azuladas.
Las dos ventanas que daban al patio de la casa, estaban cubiertas por dobles
colgaduras, unas de batista hacia la parte interior, y otras de raso azul muy
bajo, hacia los vidrios de la ventana, suspendidas sobre lazos de metal dorado,
y atravesadas con cintas corredizas que las separaban, o las juntaban con
rapidez. El piso estaba cubierto por un tapiz de Italia, cuyo tejido verde y
blanco era tan espeso que el pie parecía acolchonarse sobre algodones al pisar
sobre él. Una cama francesa de caoba labrada, de cuatro pies de ancho, y dos de
alto, se veía en la extremidad del aposento, en aquella parte que se comunicaba
con el tocador, cubierta con una colcha de raso color jacinto, sobre cuya
relumbrante seda caían los albos encajes de un riquísimo tapafundas de cambray.
Una pequeña corona de marfil, con sobrepuestos de nácar figurando hojas de
jazmines, estaba suspendida del cielo raso por una delgadísima lanza de metal
plateado, en línea perpendicular con la cama, y de la corona se desprendían las
ondas de una colgadura de gasa de la India con bordaduras de hilo de plata, tan
leve, tan vaporosa, que parecía una tenue neblina abrillantada por un rayo del
sol. Entre la cama y el muro de la pared, había una pequeña mesa cuadrada,
cubierta por un terciopelo verde, sobre la que se veían algunos libros, un
crucifijo de oro incrustado en ébano, una pequeña caja de música sobre una
magnífica copa de cristal; una caja de sándalo, en forma de concha, con algunos
algodones empapados en agua de Colonia, y una lámpara de alabastro cubierta por
una pantalla de seda verde. Al otro lado de la cama se hallaba una otomana
cubierta de terciopelo azul, marcado a fuego, y delante de la cama, estaba
extendida una alfombra de pieles de conejo, blancas como el armiño, y con la suavidad
de la seda. A los pies de la cama, se veía un gran sillón, forrado en
terciopelo del mismo color que la otomana. Luego una papelera con
incrustaciones de plata; y en los dos ángulos del aposento, que daban al
gabinete contiguo a la sala, se descubrían dos hermosos veladores de alabastro
en forma de piras, que contenían dentro las luces con que se alumbraba aquel
pequeño y solitario templo de una belleza. Y por último: una mesa de palo de
naranjo apenas de dos pies de diámetro, colocada a la extremidad de la otomana,
contenía, sobre una bandeja de porcelana de la India, un servicio de té para
dos personas, todo él de porcelana sobredorada. Otra cosa, la más preciosa de
todas, completaba el ajuar de este aposento, y era un par de zapatitos de
cabritilla oscura bordados de seda blanca, de seis pulgadas de largo apenas, y
de una estrechez proporcionada: eran los zapatos de levantarse Amalia de la
cama, colocados sobre las pieles blancas que estaban junto a ella.
El retrete de
vestirse estaba empapelado del mismo modo que la alcoba, y alfombrado de verde.
Dos grandes roperos de caoba, cuyas puertas eran de espejos, se veían a un lado
y al otro del espléndido tocador, cuyas porcelanas y cristales había
desordenado Daniel pocos momentos antes. Frente al tocador, estaba una chimenea
de acero bruñido, guarnecida de un marco de mármol blanco completamente liso; y
en continuación a ella, una bañadera de aquella misma piedra, cuya agua era
conducida por caños que pasaban por los bastidores del empapelamiento. Un sillón
de paja de la India, y dos taburetes de damasco blanco con flecos de oro,
estaban, el primero, al lado de la bañadera; y los otros, frente a los espejos
de los guardarropas; y un sofá pequeño, elástico y vestido del mismo modo que
los taburetes, se hallaba colocado hacia un ángulo del retrete. Dos grandes
jarras de porcelana francesa estaban sobre dos pequeñas mesas de nogal, con un
ramo de flores cada una; y sobre cuatro rinconeras de caoba, brillaban ocho
pebeteros de oro cincelado, obra del Perú, de un gusto y de un trabajo
admirable. Seis magníficos cuadros de paisaje, y cuatro jilgueros dentro de
jaulas de alambre dorado, completaban el retrete de Amalia, en el que la luz
del día penetraba por los cristales de una gran ventana que daba a un pequeño jardín
en el patio principal, y que era moderada por un juego doble de colgaduras de
crespón celeste y de batista. Al lado de uno de los roperos, había una puerta
que se comunicaba con el pequeño aposento en que dormía Luisa, joven destinada
por Amalia a su servicio inmediato.
Ahora, sigámosla
que entra al aposento de Luisa, dormida dulce y tranquilamente, y que tomando
una llave de sobre una mesa, abre la puerta de ese aposento que da al patio, y
atravesándolo con Daniel, llega al frente opuesto a sus habitaciones, y
abriendo con el menor ruido posible una puerta, en un corredor que cuadraba a
aquél, entra, siempre con la luz en la mano y con Daniel al lado suyo, a un
aposento amueblado.
-Aquí ha estado
habitando cierto individuo de la familia de mi esposo, que vino del Tucumán y
partió de regreso hace tres días. Este aposento tiene todo cuanto puede
necesitar Eduardo.
Y diciendo esto,
Amalia abrió un ropero, sacó mantas de cama, y ella misma desdobló los
colchones, y arregló todo en la habitación, mientras Daniel se ocupaba de
examinar con esmero un cuarto contiguo, y el comedor que le seguía, cuya puerta
al zaguán estaba enfrente de aquélla de la sala, por donde una hora antes había
entrado él con Eduardo en los brazos.
-¿A dónde mira esta
ventana? -preguntó a su prima, señalando una que estaba en el aposento que iba
a ocupar Eduardo.
-Al corredor por
donde se entra de la calle a la quinta, por el gran portón. Sabes que todo el
edificio está separado, hacia el fondo, por una verja de hierro; y cerrada, los
criados pueden entrar y salir por el portón, sin pasar al interior de la casa.
Es por ahí que ha salido Pedro.
-Es verdad, lo
recuerdo... pero... ¿no oyes ruido?
-Sí... Son...
-Son caballos a
galope... -y el corazón de Amalia le batía en el pecho con violencia.
-Es probable que...
Se han parado en el portón -dijo Daniel súbitamente, llevando la luz al cuarto
inmediato, volviendo como un relámpago, y abriendo un postigo de la ventana que
daba al corredor de la quinta.
-¡Quién será, Dios
mío! -exclamó Amalia, pálida y bella como una azucena en la tarde.
-Ellos -dice
Daniel, que había pegado su cara a los vidrios de la ventana.
-¿Quiénes?
-Alcorta y Pedro..,
¡oh! ¡el bueno, el noble, el generoso Alcorta! -y corrió a traer la luz que
había ocultado.
En efecto, era el
viejo veterano de la Independencia, y el sabio catedrático de filosofía, médico
y cirujano al mismo tiempo. Pedro hízole entrar por el portón, llevó los
caballos a la caballeriza, y luego lo condujo por la verja de hierro, de cuya
puerta él tenía la llave.
-¡Gracias, señor!
-dice Daniel, saliendo a encontrar al doctor Alcorta en el medio del patio, y
oprimiéndole fuertemente la mano.
-Veamos a Belgrano,
amigo mío -dijo Alcorta apresurándose a cortar los agradecimientos de Daniel.
-Un momento -dijo
éste, conduciéndole de la mano al aposento donde permanecía Amalia, mientras el
viejo Pedro los seguía con una caja de jacarandá debajo del brazo-. ¿Ha traído
usted, señor, cuanto cree necesario para la primera curación, como se lo
supliqué en mi carta?
-Creo que sí
-respondió Alcorta, haciendo una reverencia a Amalia-, lo único que necesitaré
son vendajes.
Daniel miró a
Amalia, y ésta partió volando a sus habitaciones.
-Este es el
aposento que ha de ocupar Eduardo. ¿Cree usted que lo debemos traer aquí antes
del reconocimiento?
-Es necesario
-respondió Alcorta, tomando la caja de instrumentos de las manos de Pedro, y
colocándola sobre una mesa.
-Pedro -dijo
Daniel-, espere usted en el patio; o más bien, vaya usted a enseñar a Amalia
cómo se cortan vendas para heridas: usted debe saber esto perfectamente. Ahora,
señor, ya debo decir a usted lo que no le he dicho en mi carta: las heridas de
Eduardo son oficiales.
Una triste sonrisa
vagó por el rostro noble, pálido y melancólico de Alcorta, hombre de treinta y
ocho años apenas.
-¿Cree usted que no
lo he comprendido ya? -respondió, y una nube de tristeza empañó ligeramente su
semblante-... Veamos a Belgrano, Daniel -dijo después de algunos
segundos de silencio.
Y Daniel atravesó
con él el patio, y entró a la sala por la puerta que daba al zaguán.
En ese momento,
Eduardo estaba al parecer dormido, aunque propiamente no era el sueño, sino el
abatimiento de sus fuerzas lo que le cerraba sus párpados.
Al ruido de los que
entraban, Eduardo vuelve penosamente la cabeza, y, al ver a Alcorta de pie
junto al sofá, hace un esfuerzo para incorporarse.
Quieto, Belgrano
-dijo Alcorta con voz conmovida y llena de cariño-; quieto, aquí no hay otro
que el médico.
Y, sentándose a la
orilla del sofá, examinó el pulso de Eduardo por algunos segundos.
¡Bueno! -dijo al
fin-, vamos a llevarlo a su aposento.
A ese tiempo,
entraban a la sala por el gabinete Amalia y Pedro. La joven traía en sus manos
una porción de vendas de género de hilo no usado todavía, que habla cortado según
las indicaciones del veterano.
-¿Le parecen a
usted bien de este ancho, doctor? -preguntó Amalia.
-Sí, señora.
Necesitaré una palangana con agua fría, y una esponja.
-Todo hay en el
aposento.
-Nada más, señora
-dijo tomando las vendas de las manos de Amalia, cuyos ojos vieron en los de
Eduardo la expresión del reconocimiento a sus oficiosos cuidados.
Inmediatamente
Alcorta y Daniel colocaron a Eduardo en una silla de brazos, y ellos y Pedro lo
condujeron a la habitación que se le había destinado, mientras Amalia quedó de
pie en la sala sin atreverse a seguirlos.
Pálida, bella,
oprimida por las sensaciones que habían invadido su espíritu esa noche, se echó
en un sillón y empezó a separar con sus pequeñas manos los rizos de sus sienes,
cual si quisiese de ese modo despejar su cabeza de la multitud de ideas que
habían puesto en confusión su pensamiento. Hospitalidad, peligros, sangre,
abnegación, trabajo, compasión, admiración, todo esto había pasado por su
espíritu en el espacio de una hora; y era demasiado para quien no había sentido
en toda su vida impresiones tan improvisas y violentas; y a quien la
naturaleza, sin embargo, había dado una sensibilidad exquisita, y una
imaginación poéticamente impresionable, en la cual las emociones y los
acontecimientos de la vida podían ejercer, en el curso de un minuto, la misma
influencia que en el espacio de un año, sobre otros temperamentos.
Y mientras ella
comienza a darse cuenta de cuanto acaba de pasar por su espíritu, pasemos
nosotros al aposento de Eduardo.
Desnudado con gran
trabajo, porque la sangre había pegado al cuerpo sus vestidos, Alcorta pudo al
fin reconocer las heridas.
-No es nada -dijo,
después de sondar la que encontró sobre el costado izquierdo-, la espada ha
resbalado por las costillas sin interesar el pecho.
-Tampoco es de
gravedad -continuó después de inspeccionar la que tenía sobre el hombro
derecho-, el arma era bastante filosa y no ha destrozado.
-Veamos el muslo
-prosiguió.
Y a su primera
mirada sobre la herida, de diez pulgadas de extensión, la expresión del
disgusto se marcó sobre la fisonomía
elocuente del doctor Alcorta. Por cinco minutos a lo menos examinó con la
mayor prolijidad los músculos
partidos en lo interior de la herida, que corría a lo largo del muslo.
-¡Es un hachazo
horrible! -exclamó-, pero ni un solo vaso ha sido interesado; hay gran destrozo
solamente.
Y en seguida lavó
él mismo las heridas, e hizo en ellas la curación que se llama de primera
intención no haciendo uso del cerato simple, ni de las hilas, que había traído
en su caja de instrumentos, sino simplemente de las vendas.
En este momento se
sintieron parar caballos contra el portón, y la atención de todos, a excepción
de Alcorta, que siguió imperturbable el vendaje que hacía sobre el hombro de
Eduardo, quedó suspendida.
-¿A él mismo
entregó usted la carta? -preguntó Daniel dirigiéndose a Pedro.
-Sí, señor, a él
mismo.
-Entonces, salga
usted a ver. Es imposible que sea otro que mi criado.
Un minuto después,
volvió Pedro acompañado de un joven de diez y ocho a veinte años, blanco, de
cabellos y ojos negros, de una fisonomía inteligente y picaresca, y que, a
pesar de sus botas y corbata negra, estaba revelando cándidamente, ser un hijo
legítimo de nuestra campaña; es decir, un perfecto gauchito, sin chiripá ni
calzoncillos.
-¿Has traído todo,
Fermín? -le preguntó Daniel.
-No ha de faltar
nada, señor -le contestó, poniendo sobre una silla un grueso atado de ropa.
Daniel se apresuró
entonces a sacar del lío la ropa interior que necesitaba Eduardo, y a vestirle
con ella, pues en aquel momento el doctor Alcorta terminaba la primera
curación. Y en seguida, entre los dos, colocaron a Eduardo sobre su lecho.
Daniel pasó al cuarto
inmediato con Pedro y Fermín, y en pocos momentos se lavó y mudó de pies a
cabeza, con las ropas que le acababan de traer, sin dejar un minuto de dar a
Pedro disposiciones sobre cuanto debía de hacer, relativas a los demás criados,
a limpiar la sangre de la sala, a quemar las ropas ensangrentadas, etc.
Eduardo,
entretanto, comunicaba a Alcorta en breves palabras los acontecimientos de tres
horas antes, y Alcorta, reclinada su cabeza sobre su mano, apoyando su codo en
la almohada, oía la horrible relación que le auguraba el principio de una época de sangre y de crímenes, que
debía traer el duelo y el espanto a la infeliz Buenos Aires.
-¿Cree usted que
ese Merlo ignore su nombre? -le preguntó a Eduardo.
-No sé si alguno de
mis compañeros me nombró delante de él; no lo recuerdo. Pero si no es así, él
no puede saberlo porque Oliden fue el único que se entendió con él.
-Eso me inquieta un
poco -dijo Daniel, que acababa de oír la relación que hacía Eduardo-, pero todo
lo aclararemos mañana.
-Es preciso mucha circunspección, amigos míos -dijo
Alcorta-, y sobre todo, la menor confianza posible con los criados. A este
acontecimiento pueden sobrevenir muchos otros.
-Nada sobrevendrá,
señor. Sólo Dios ha podido conducirme al lugar en que Eduardo iba a perder la
vida; y Dios no hace las cosas a medias. El acabará su obra tan felizmente como
la ha empezado.
-¡Sí, creamos en
Dios y en el porvenir! -dijo Alcorta paseando sus miradas de Eduardo Belgrano a
Daniel Bello, dos de sus más queridos discípulos de filosofía, tres años antes,
y en quienes veía en ese momento brotar los frutos de virtud y de abnegación,
que en el espíritu de ellos habían sembrado sus lecciones.
-Es necesario que
Belgrano descanse -continuó-. Antes del día sentirá la fiebre natural en estos
casos. Mañana, al mediodía, volveré -dijo, pasando su mano por la frente de
Eduardo, como pudiera hacerlo un padre con un hijo, y tomando y oprimiendo su
mano izquierda.
Después de esto,
salió al patio acompañado de Daniel.
¿Cree usted, señor,
que no corre peligro la vida de Eduardo?
-Ninguno
absolutamente; pero su curación podrá ser larga.
Y cambiando estas
palabras llegaron a la sala, donde Alcorta había dejado su sombrero.
Amalia estaba en el
mismo sillón en que la dejamos, apoyada su cabeza en su pequeña mano, cuyos
dedos de rosa se perdían entre los rizos de su cabello castaño claro.
-Señor, esta señora
es una prima hermana mía, Amalia Sáenz de Olabarrieta.
-En efecto -dijo
Alcorta, después de cambiar con Amalia algunos cumplimientos, y sentándose al
lado de ella-, en la fisonomía de entrambos hay muchos rasgos de familia; y
creo no equivocarme al asegurar que entre ustedes hay también mucha afinidad de
alma, pues observo, señora, que usted sufre en este momento porque ve sufrir; y
esta impresionabilidad del alma, esta propensión simpática, es especial en
Daniel.
Amalia se puso
colorada sin comprender la causa, y respondió con palabras entrecortadas.
Daniel aprovechó el
momento en que aquélla recibía de Alcorta las instrucciones higiénicas
relativas al enfermo para ir de un salto al aposento de éste.
-Eduardo, yo
necesito retirarme, y voy a acompañar a Alcorta. Pedro va a quedarse en este
mismo aposento, por si algo necesitas. No podré volver hasta mañana a la noche.
Es forzoso que me halle en la ciudad todo el día; pero mandaré a mi criado a
saber de ti. ¿Me permites que dé al tuyo todas las instrucciones que yo
considere necesarias?
-Haz cuanto
quieras, Daniel, con tal que no comprometas a nadie en mi mala fortuna.
-¿Volvemos? Tú
tienes más talento que yo, Eduardo, pero hay ciertas cosas en que yo valgo cien
veces más que tú. Déjame hacer. ¿Tienes algo especial que recomendarme?
-Nada, ¿has hecho
que tu prima se recoja?
-¡Adiós! ¿Ya
empezamos a tener cuidados por mi prima?
-¡Loco! -dijo
Eduardo sonriendo. Vete y consérvate para mi cariño.
-¡Hasta mañana!
-¡Hasta mañana!
Y los dos amigos se
dieron un beso como dos hermanos.
Daniel hizo señas a
Pedro y a Fermín, que permanecían en un rincón del aposento, y salió al patio
con ellos.
-Fermín, toma esa
caja de madera del doctor, y ten listos los caballos. Pedro, dejo al cuidado de
mi prima la asistencia de Eduardo, y dejo confiada al valor de usted la defensa
de su vida si sobreviniese algún accidente. Puede ser que los que asaltaron a
Eduardo sean miembros de la Sociedad Popular; y puede ser también que algunos
de ellos quieran vengar a los que ha muerto Eduardo, si por desgracia supiesen
su paradero.
-Puede ser, señor,
pero a la casa de la hija de mi coronel no se entra a degollar a nadie, sin
matar primero al viejo Pedro, y para eso es necesario pelear un poco.
-¡Bravo! Así me
gustan los hombres -dijo Daniel apretando la mano del soldado-. Cien como
usted, y yo respondería de todo. Hasta mañana, pues. Cierre usted la verja y el
portón cuando hayamos salido; ¡hasta mañana!
-¡Hasta mañana,
señor!
Alcorta estaba ya
de pie despidiéndose de Amalia, cuando volvió Daniel.
-¿Nos vamos ya,
señor?
-Me voy yo; pero
usted, Daniel, debe quedarse.
-Perdón, señor,
tengo necesidad de ir a la ciudad, y aprovecho esta circunstancia para que
vayamos juntos.
-¡Bien, vamos,
pues! -dijo Alcorta.
-Un momento, señor.
Amalia, todo queda dispuesto; Fermín vendrá a mediodía a saber de Eduardo y yo
estaré aquí a las siete de la noche. Ahora, recógete. Muy temprano haz lo que
te he prevenido, y nada temas.
¡Oh! ¡Yo no temo
sino por ti y por tu amigo! -le contestó Amalia, llena de animación.
-Lo creo, pero nada
sucederá.
-¡Oh! ¡El señor
Daniel Bello tiene grande influencia! -dijo Alcorta con una graciosa ironía,
fijos sus ojos dulces y expresivos en la fisonomía de su discípulo, chispeante
de imaginación y de talento.
-¡Protegido de los
señores Anchorenas, consejero de Su Excelencia el señor ministro Don Felipe y
miembro corresponsal de la Sociedad Popular Restauradora! -dijo Daniel con tan
afectada gravedad que no pudieron menos de soltar la risa Amalia y el doctor
Alcorta.
-Ríanse ustedes
-continuó Daniel-, pero yo no, que sé prácticamente lo que esas condecoraciones
en mí sirven para...
-Vamos, Daniel.
-Vamos, señor.
Amalia, ¡hasta mañana!
El imprimió
un beso en la mano que le extendió su prima.
-Buenas noches,
doctor -dijo Amalia acompañándolos hasta el zaguán, de donde atravesaron el
patio, y salieron por la puerta de hierro que daba a la quinta, doblando luego
a la izquierda, y llegando al corredor del portón donde Fermín los esperaba con
los caballos. Al pasar Daniel por la
ventana del aposento de Eduardo, que daba a la quinta, como se sabe, paróse y
vio al viejo veterano de la Independencia sentado a la cabecera del herido.
Amalia, entretanto,
no pudo volver a la sala sin echar desde el zaguán una mirada hacia el aposento
en que reposaba su huésped. En seguida, volvióse paso a paso a sus habitaciones
a esconder, entre la batista de su
lecho, aquel cuerpo cuyas formas hubieran podido servir de modelo al Ticiano, y
cuyo
cutis, luciente como el raso, tenía el colorido de las rosas y parecía tener la
suavidad de los jazmines.
Entretanto,
maestro, discípulo y criado habían enfilado, a gran galope, la oscura y
desierta calle Larga, y subiendo a la ciudad por aquella barranca de Balcarce,
que, doce años antes, había visto descender los escuadrones del general Lavalle
para ir a sellar con sangre el origen de los males futuros de la patria,
tiraron las riendas de sus caballos, a la puerta de la casa del señor Alcorta,
tras de San Juan, en la calle del Restaurador.
Allí, maestro y
discípulo se despidieron, cambiando algunas palabras al oído: y Daniel, seguido
de Fermín, tomó por el Mercado, salió a la calle de la Victoria, dobló a la
izquierda, y, a poco andar, Fermín bajó de su caballo y abrió la puerta de una
casa donde entró Daniel sin desmontarse. Era su casa.
Actividad
3.
Después de leer el fragmento de Amalia y la biografía de José Mármol; respondan
las preguntas.
1. Escriba una lista de las
características del romanticismo que se encuentran en el texto.
2. ¿Por qué se dice que la novela,
Amalia, es autobiografía del autor?.
3. Según el fragmento de la novela
Amalia y la biografía de Marmol, ¿qué era más importante para Marmol; el amor o
la patria?. Explique.
4. ¿Quién fue Rosas en Argentina?
5. ¿A qué partido político
pertenecen los personajes?
6. ¿A qué corriente del Romanticismo
pertenece la novela Amalia?
7. Escribe el nombre de los
personajes según su importancia en el relato.
8. ¿Quién es el narrador de la
historia?
9. ¿Qué elementos del texto reflejan
el momento histórico en que fue escrito?
10. Las oraciones resaltadas en negrilla y cursiva
son ejemplos de Lenguaje Figurado; interprete su significado.
PRACTICO
LO QUE APRENDÍ
De la canción Latinoamérica de Calle 13 y del
Fragmento de la novela Amalia de José Mármol, selecciona algunas oraciones,
mínimo diez, que sean ejemplo del
Romanticismo Latinoamericano.
Escribo ejemplos de Metáforas de la canción y del
fragmento, mínimo cinco de cada una.
¿QUÉ APRENDÍ?
A reconocer el Romanticismo Literario, identificar
sus características con la canción Latinoamérica y el fragmento de Amalia y a
reconocer la Metáfora como instrumento lingüístico para embellecer lo que se
dice.
Nota:
Deben entregar sólo las respuestas; con letra clara, buena ortografía y
preferiblemente con lapicero o lápiz bien oscuro. Realizar la guía completa.
PROFESORA:
Carmen Alicia Espinosa N.
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